Fui yo quien mató a Lennon, pero no el asesino. Aquel invierno se ponía crudo. Yo disparé el revólver.
Merodeaba por la calle 72, como tantas otras veces, con las solapas del abrigo rozándome las orejas. Trataba de reunir un poco de valor para acercarme al Dakota. Por casual que resultara, hoy me avergüenza pensar que ese maldito 8 de diciembre un lunático y yo concibiésemos la misma idea. I am not what I appear to be. Así que caminaba aplastando la escarcha. Nada más. Un paseo nocturno, un autógrafo y listo. Un breve encuentro con el genio. Let me take you down.De espaldas al oeste de un Central Park helado, me asaltó ese terror que, desde entonces, no he podido dejar de interpretar como un augurio. Un terror más helado que aquel viento, más resbaladizo que la escarcha, más incierto que la guardia que inicié, apostado ya frente a la entrada del Dakota, esperando a John Lennon. El corazón me latía o, por así decirlo, no cesaba de girar incontrolablemente bajo la lana negra. El single y el bolígrafo aguardaban dentro del abrigo. De vez en cuando los palpaba e intentaba tranquilizarme con sus formas familiares. En este momento del recuerdo me parece como si lloviznara fugazmente, pero creo que me equivoco. Eran alrededor de las diez y estaba sorprendido: de acuerdo con las informaciones de las que disponía, él debía haber vuelto para prepararle la cena a su hijo. Se decía que ahora madrugaba y que hacía vida de padre y marido ejemplar; lo cual, a aquella rebelde edad nuestra, tendía estúpidamente a decepcionarnos.
Aunque también venía militando como estandarte de la paz y la justicia; lo cual, en aquella ilusa juventud nuestra, tendía ingenuamente a entusiasmarnos. Tras consultar por enésima vez mi reloj, pensaba en desistir cuando una silueta desgarbada, menos alargada de lo previsto, bajo su ostentoso abrigo de piel, dio la vuelta a la esquina de Central Park West con la 72. Comenzó a acercarse con pasos zigzagueantes, algo cómicos. El corazón me dio un vuelco y sentí un picor en los ojos: The eagle picks my eye. Infinidad de veces me había jurado no parpadear siquiera cuando llegase el momento y, sin embargo, mientras terminaba de buscar la nitidez apretando los párpados, vi pasar la espalda larga de Lennon a dos metros de mí. Alcancé a observar que iba afeitado, aunque no perfectamente, y que llevaba las gafas casi en la punta de la nariz, más al estilo de un abuelito sureño que al estilo de un intelectual de Oriente. Estos detalles me serenaron un poco, como si la posibilidad de abordarlo se hubiera vuelto más factible y natural que un minuto atrás. Come together right now over me.
Él presionó varios botones del panel que había junto al arco del portal, mientras con la otra mano revolvía en su abrigo de piel como quien busca un encendedor. Pese a lo que más tarde repetiría todo el mundo, debo decir que Lennon iba solo. Y allí, junto al primer portón, comprendí que si no le hablaba entonces, no sería capaz de hacerlo nunca. Di dos pasos, la sangre se me heló. Pero di otros dos pasos y sentí una euforia casi animal, como si hubiese traspasado una frontera invisible y a partir de aquel punto cualquier cosa pudiera suceder. Él no se percató de mi presencia hasta que abrí la boca y de mis labios rígidos brotaron tres palabras roncas, tres palabras de vaho que no alcanzaron a continuar: “Perdone, señor Lennon...” Él se volvió bruscamente, aunque su expresión me pareció más bien relajada. Me estudió con la mirada, y me temo que identificó mi condición de inmediato. No sé por qué, de algún modo esto hirió mi orgullo: yo era en efecto un simple admirador, pero él no tenía por qué advertirlo tan pronto y sin mediar presentación. Me notaba alterado, las palabras se me atragantaban. Half of what I say is meaningless... Con indulgencia, Lennon deshizo el nudo preguntándome cómo me llamaba. A veces pienso que pudo tratarse de una simple fórmula de cortesía; otras veces me parece que aquello fue lo mejor que Lennon pudo preguntarme. Nowhere man, the world is at your command. Devuelto a mi modesta identidad, le contesté vocalizando muy bien mi apellido, como si pretendiera que él lo memorizase, y a continuación le manifesté mi deseo de que me firmara un single más un autógrafo aparte, para llevarlo en la billetera. Para mi sorpresa, o al menos en contra de mis temores, Lennon dijo “encantado” y luego dijo “pasa”. Estuve a punto de preguntarle adónde; pero enseguida, repuesto de la conmoción, me hice a un lado para dejarlo pasar, y luego entré tras él.
Franqueamos un segundo portón enrejado. Mientras caminábamos hacia el ala derecha del edificio, él me preguntó si estudiaba. Yo le dije que sí, y me atreví a añadir que tocaba la guitarra. Lennon hizo un gesto veloz con la boca y la frente, que podía significar tanto “qué bien”, como “otro más”. Mientras yo mencionaba atropelladamente los títulos de algunas de sus últimas canciones, accedimos a una nueva entrada. Lennon jugueteaba con un llavero y parecía tener ganas de charla. Esto tengo que contarlo, pensé, justo antes de que él dijera: “¿Te apetece un capuchino?”, y a mí me temblasen las piernas de pura incredulidad mientras él insistía: “Por mí, puedes subir, será sólo un momento, he olvidado unos papeles en casa y tengo que volver al estudio”. “¿Va a grabar otro disco?”, le pregunté. Pero Lennon se limitó a introducir la llave en la cerradura. “Anda, pasa”, dijo, “estás de suerte, hoy estoy de buen humor: mi hijo Sean ha aprendido a escribir su nombre”. Beautiful boy.
Hoy veo moverse a Lennon muy lentamente, al contrario que entonces. Veo detalles en aquel recibidor que no podría asegurar si existieron. Sí recuerdo con toda exactitud a Chapman, de pie junto a las puertas del ascensor. No sé cómo había entrado. No debió, en todo caso, de resultarle fácil, ni debía de ser aquella la primera vez que lo intentaba. Pero fue esa noche maldita, y no otra noche, cuando tuvo éxito. Chapman era rubio, tenía cara de morsa y llevaba puesto un impermeable que fue abriendo poco a poco mientras se acercaba a Lennon con una sonrisita mansa. Pude advertir que era flaco, aunque un poco fofo de vientre. Daba la impresión de ser completamente idiota. “Señor Lennon”, pronunció, en un tono muy distinto del que yo había empleado en la puerta del Dakota. No sé si sonaría presuntuoso afirmar que ya entonces me alarmé. Somebody calls you, you answer quite slowly. El caso es que John, en cambio, no pareció percibir nada extraño y respondió con un “¿Sí?” entre cansado y distraído. You can talk to me. Pero Chapman, sin dejar de sonreír, cara de morsa, siguió abriendo su impermeable y los ojos mojados, que empezaban a inflamarse. I should have known better. Lennon se volvió hacia mí, como diciéndome “encárgate tú de echarlo”. Fue por eso que no vio cómo el revólver asomaba del cinturón de Chapman. Oh, you can’t do that. Yo avancé y me interpuse. Yes, I’m gonna be a star. Es posible que ni siquiera entonces Lennon comprendiera lo que estaba sucediendo, porque mi cuerpo le obstruía la visión -ya de por sí limitada en aquel recibidor sin luz-, e incluso se me ocurre que todo pudo parecerle una curiosa escena de histeria entre dos fans. Tomé del brazo a Chapman, que ya empuñaba su revólver. Caí encima de él. Nothing to kill or die for. Forcejeamos en el suelo. Busqué apresarle las muñecas. Chapman poseía la fuerza remota de los desesperados. Happiness is a warm gun. Detrás de mí, de pronto, resonó un estruendo que ascendió velozmente por las escaleras como un tornado. Mother superior, jump the gun. Boca arriba en el suelo, Lennon sangraba. I don’t wanna be a soldier, mamma, I don’t wanna die. Vi que tenía convulsiones y que su pecho se inundaba rápido. I’m losing you. Me incorporé. Resonó otro disparo. Luego varios más seguidos. One and one and one is three: y allí estábamos los tres, un Beatle, Chapman y yo en el recibidor del Dakota, a las once y cinco de la noche, cada uno muerto a su manera.
Fui yo quien mató a Lennon, pero no el asesino. Mientras forcejeaba con Chapman, al intentar desviar su puño de la trayectoria de su víctima, que -ahora sí- lo miraba atónita por detrás de sus gafas, advertí con toda claridad cómo por un segundo mi propio dedo índice se deslizaba por el hueco que quedaba en el gatillo, cómo lo presionaba y cómo se retiraba con aterrada violencia, ya demasiado tarde. El siguiente disparo sobre Lennon, al igual que los restantes, los dio en efecto Chapman; pero ya se trataba de los tiros de gracia. Primero, por instinto, atiné a protegerme de un posible ataque. Aunque enseguida comprobé que Chapman había realizado su sueño y ya ni tan siquiera me veía, que no se movería más y seguiría contemplando el cuerpo de Lennon, fascinado como los dementes a quienes la realidad les da por fin la razón. Sé de sobra que John cayó ahí, y no en otro sitio; así que si minutos más tarde lo encontraron tendido bajo el arco del portal, supongo que fue porque Chapman lo arrastraría hasta allí para mejorar el efecto de su hazaña. En cuanto a mí, aproveché para huir o, mejor dicho, para ocultarme como pude y esperar a salir tras el primer vecino que abrió los portones enrejados.
Cuando poco después llegó la policía y lo arrestó, Chapman no declaró absolutamente nada sobre mi presencia en el Dakota. Al principio su silencio me extrañó, pero luego comprendí: Chapman había obtenido su momento de gloria y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie. Él había buscado a Mr. Lennon, él le había pedido un autógrafo en su single y él le había disparado a quemarropa hasta vaciar el cargador. Y así, sonriendo mansamente, con la vista extraviada y envuelto en su impermeable, fue como se lo llevaron. Sólo entonces, y por mucho que ella insista en que estaba con él, la señora Ono supo y bajó en ascensor. ¿Cómo es que la policía no encontró también mis huellas dactilares en el arma homicida? Fácil. Ya lo dije al principio: aquel invierno se ponía crudo. Yo tenía puestos los guantes. Me he preguntado muchas veces cuál habrá sido el último pensamiento claro de Lennon, justo antes de topar con su asesino: una posible melodía, la cara de su hijo, su bendita japonesa, ganas de ir al baño, alguna vaguedad intrascendente. ¿O acaso una parte de él intuía el peligro y por eso me invitó a subir? ¿Se pone en guardia nuestra mente antes que nuestro cuerpo cuando la muerte está próxima? Sólo por la tarde, al día siguiente, me atreví a comprar los periódicos: And though the news was rather sad. El hombre al que hacía apenas unas horas yo había acompañado a través de las puertas del Dakota ocupaba todas las primeras planas. Recordé lo que había leído en una entrevista suya en Playboy unos pocos días atrás: “Detesto a los que insisten en que es mejor quemarse que marchitarse. Es mejor marchitarse poco a poco. No aprecio esa veneración estúpida por los héroes difuntos. Yo venero a la gente que sobrevive. Me quedo, por supuesto, con los vivos”. Me he torturado una y otra vez recreando la escena, corrigiendo cada uno de mis movimientos, rectificando la suerte. Daría lo que fuera por un poco de paz para mi mente; pero estoy invadido de música mortal. I am he as you are he. Me temo que ya nunca dejaré de regresar a aquel 8 de diciembre helado, en el Dakota. ¿Quién de nosotros, de hecho, no estuvo también allí como empezando de nuevo, sujetando ese revólver una y otra vez, forcejeando inútilmente?
Este relato fue publicado en la edición mexicana de la revista Playboy en octubre de 2004.
Andres Neuman( Buenos Aires, 1977):Licenciado en Filología Hispánica de la Universidad de Granada, España. Actualmente es columnista y guionista de tiras cómicas del diario Ideal de Granada. Su primera novela, Bariloche (Anagrama, 1999), fue finalista del Premio Herralde y elegida entre las diez mejores novelas del año por El Cultural del diario El Mundo. Su siguiente novela, La vida en las ventanas (Espasa, 2002), fue distinguida como finalista del Premio Primavera. Con Una vez Argentina (Anagrama, 2003) volvió a ser finalista del Premio Herralde de Novela. Ha publicado los libros de cuentos: El que espera (Anagrama, 2000) y El último minuto (Espasa, 2001). Los libros de poesía: Métodos de la noche (Hiperión, 1998, Premio Antonio Carvajal), El jugador de billar (Pre-Textos, 2000), El tobogán (Hiperión, 2002, Premio Hiperión) y La canción del antílope (Pre-Textos, 2003). Y el libro de ensayo: El equilibrista (Acantilado, 2005).
EDUARDO FRANCO
miércoles, 9 de diciembre de 2009
Fui yo quien mató a Lennon
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1 comentario:
Primis jijiji
no entendi, me podrian decir de kien se refieren a aoprte de champman. saludos.
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